
Juan Herrero y Rosana nos regalaron este fin de semana la primavera. El color verde, en peligro de extinción, es emblema de Vitoria, capital que fue de Europa por este motivo. La sequía que desertiza nuestros parques en pleno mes de regadío acostumbra ya a nuestros ojos a los tonos ocres y mostaza.
Su convocatoria fue un éxito y nos sumamos veinte más dos peñalaros. Al que guste de cifras, le diré que alrededor de 65 kms diarios durante seis horitas de pedalada más o menos. Alguna baja causó la tendinitis y Edesio y Najat tuvieron que irse.
Ya el primer día tuvimos aventurillas en seco. Carlos Collado quería que le sacara en la crónica y se las ingenió para activar la alarma de su coche y tardar un ratito vasco en arreglarlo. Alicia y Carlos, animados por estar en tierra de pintxos, cada dos por tres, estaban a la faena con sus ruedas. Llegados a Zalduendo, también Nieves tomó su ración y cuando nos disponíamos a partir, el cielo negro y el viento de la zona hicieron temblar a más de un carpetovetónico que venía ya de corto y a lo loco. Alguna peñalara tuvo que comprarse perneras extensibles, que mi abuela llamaría calzas.
El placer de ir de pedaleo sin prisa, con todo el día por delante y los campos de colza agitados por nuestra presencia, vino seguido de alguna petición de urgencia cafetera por el frío, que Jesús se apresuró a atender al instante. E hicimos bien, porque ya no hubo más parada ni fonda hasta las 15:00 con algún mordisco lanzado a la espera de algún tropel perdido entre los adelantes y los atrases de la serpiente multicolor.
Campos ondulantes, serenos surcos, chubascos momentáneos, flores minúsculas que tapizaron toda nuestra ruta sin parar; rodeados de primavera y de suavidad cambiante, que es la misma cosa; de llanuras a leves repechos, de sol amarillo a lluvia gris entre árboles por un anillo verde, que conformaban una bóveda rosada y lila de acacias en flor, jacarandas, almendros, árboles de Júpiter, juníperos, cornejos floridos, guayacanes rosas, y ciruelos en todo su esplendor ¡Qué pasajeros nosotros ante tanta belleza efímera y constante a la vez!
Cuando la lluvia se hizo persistente, paramos a admirar la tierna “patada” en la laguna que rodeaba el centro de interpretación de Ataria y proseguimos al hotel que alcanzamos ya con ganas poco antes de cenar.
Si la llanada alavesa partía desde Zalduendo el primer día, desayunar y montar en bicicleta por el anillo verde de Vitoria la segunda jornada fue una delicia. Las gamas de verde irreverentes desde un pistacho hasta un botella brillantes que atravesábamos, mientras nos saludaban los despiertos trinos de las aves convertían en paisaje “natural” algo que se nos está escapando y que los de Madrid no habíamos visto todavía. Prolongar el anillo hasta alcanzar el embalse de Uribarri y proveerse de agua, pues el camino era balbuceante y zigzaguero; por ello, Juan y alguno más tenían previsto un par de aliviaderos para desembocar en Zalduondo, donde esperaban desde el día anterior los coches. Y si la naturaleza cuajada de flores atravesando puentes de madera nos embriagaba de felicidad, el traspaso a campos infinitos donde el azul del cielo hacía cosquillas a los verdes campos de cebada y al amarillo de la colza transmitía paz y eternidad inmensa.
Y así acabó el cuento de los ciclotarras, con algo de jarreo, su poco de ventorro, el chaparrón con su barro, venga a ponerse la zamarra y sacar lo que fuera del zurrón para abrigarse, sus pintxazos de día y sus pintxos de noche, en fin… ¡campeones, pues!
Texto: Laura Serrano de Santos